Moisés S. Palmero Aranda
Educador ambiental
Abel La Calle estaba muerto. Espero que a nadie ofenda el comienzo de esta opinión que
pretende ser un panegírico. Pero coincidiendo el anuncio de la triste noticia con las fechas que
celebramos, me vino a la cabeza Cuento de Navidad, de Charles Dickens, y los tres fantasmas
que se le aparecen al frío, solitario y avaro Scrooge, para hacerle entender lo equivocado que
estaba y las consecuencias de persistir ahondando en sus errores.
Aprovechando esta relación de ideas, y el humor que Dickens emplea en su cuento, he
imaginado al bueno de Abel siguiendo su lucha, su defensa por derecho de la naturaleza,
desde el más allá, desvelando de su sueño a más de uno para hacerlo entrar en razón, como
hizo en vida en los tribunales.
Algunos pensarán que, por su prudencia, humildad, generosidad y mesura para permanecer en
la sombra, en la retaguardia, alejado de los focos mediáticos, dará por concluida la partida, y
se dedicará a disfrutar de la belleza de los espacios que consiguió preservar de la sinrazón
humana, paseando con su mirada fotográfica por la Balsa del Sapo o entre las artineras del
poniente, o escuchando el cálido arrullo de la ganga, o recorriendo, convertido en gota, el
cauce del río Aguas, el fondo de los acuíferos o los carrizales de las Albuferas de Adra, y
susurrándonos a través de los manantiales y fuentes, que agua somos y en agua nos
convertiremos.
Debo reconocer que mi admiración es profesional, porque no tuve relación personal con él,
salvo los cuatro meses que fue mi profesor de Derecho Ambiental en la UAL. Una cuatrimestral
a la que no presté la atención que se merecía, y que ahora reconozco como una de las que
tendría que tener más peso en la formación de los ambientólogos, y de todas aquellas
titulaciones relacionadas de manera directa o indirecta con el medio ambiente.
Toda nuestra vida, incluida la relación con la naturaleza, está regulada por leyes, derechos,
obligaciones y las consecuencias de infringir la normativa. Un intrincado laberinto de telas de
araña, repleto de estanterías, innumerables cajones, escondidos recovecos, conectados los
unos con los otros con puertas, ventanas y pasadizos agujereados que se abren en varias
direcciones, utilizados en ambos sentidos y que hay que conocer a la perfección para no
perderte en la laboriosa, lenta y complicada búsqueda de la Justicia.
Abel se manejaba en el Derecho Internacional como Ulises en las procelosas aguas del
Mediterráneo, Perseo en la tenebrosa oscuridad de la cueva de Medusa o Prometeo en el
monte Olimpo, donde robó el fuego a los dioses para regalárselo a los humanos. Nunca se vio
como un héroe, pero para todos aquellos que intentamos preservar la naturaleza, sí lo fue.
Estos días recuerdan su sencillez, su cercanía, su compromiso, las tertulias donde compartía su
experiencia, lo aprendido, lo que puede funcionar; su sabiduría, su capacidad de generar
nuevos debates y rumbos, senderos a seguir, y la seguridad, amabilidad y convencimiento con
el que extendía su mano para crear redes de conocimiento, de ayuda mutua, de trabajo en
equipo. Fue faro, puerto, posada, oráculo, palanca, punto de apoyo, semilla, abono, huella,
cruce de caminos, conector, ingenio, estímulo, motivación, inspiración, guía, poeta, activista,
ecologista en acción, compañero, un gran ejemplo para derribar gigantes con una
insignificante honda, y un optimista impertérrito que mostraba la caja de Pandora para insuflar
ánimos.
Y con ese espíritu, esta Navidad, si decide enviar algún fantasma, haciendo gala de su
humildad, no perderá el tiempo en regodearse en lo conseguido en el pasado, ni en el vacío
que genera su ausencia en el presente. Sabiendo que no es tan fácil cambiar a los Scrooge que
hacen del mundo un lugar menos amable, se preocupará en mostrarnos el futuro, la calidad de
vida que podemos ganar protegiendo la naturaleza, y la necesidad de aunar esfuerzos, de
trabajar todos a una para conseguirlo.
Apoyado en su bicicleta, antes de continuar su camino, riéndose de la mala suerte, y para
insuflarnos esperanza, la confianza en una nueva mirada, ética y valores del ser humano,
colgará su toga y levantará su copa llena de agua para brindar por el planeta y el duro camino
que nos queda por transitar.
Con el corazón agarrotado, y la sonrisa sincera en el rostro, le devolveremos el gesto para
agradecerle el legado que nos deja, y la fuerza para protegerlo y hacerlo crecer. Gracias, Abel.
Descansa en paz.